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08/09/2006 16:57:59

Fernando


Juegos: LOS BOLINDRES

Los bolindres eran, normalmente, bolitas de barro pintadas ( las que se vendían en los comercios o se adquirían a cambio de alpargatas de goma viejas o trapos viejos de cualquier índole, del “hombre del pito” que venía a la plaza una vez a la semana) de centímetro y medio de diámetro aproximadamente pero que solían ser “cachizas” casi siempre, por lo que, la mayoría de los muchachos intentábamos conseguir nuestros suministros de las que los hijos de los “tejeros” del pueblo, fabricaban y cocían en los tejares. ¡Aquellos bolindres si que eran duros!. Lo que ocurría era que su perfil esférico dejaba mucho que desear, la mayoría de las veces.
También existían las bolas de cristal, mucho más escasas, que procedían de las botellas de gaseosa que fabricaban en casa de “Tía Juana”, que eran un tipo de botella cuyo cierre hermético se efectuaba con dicha bola presionada contra el cuello de la botella por el empuje del gas carbónico que contenía la mezcla. Estas bolas se solían cotizar a cinco “bolindres”. Y por último, había bolas metálicas que procedían de los rodamientos de las máquinas; éstas eran mucho más escasas y su cotización (siempre al cambio) era muy variable.
Para jugar era imprescindible “el guá”; hoyo que se hacía en el suelo, a ser posible de bastante profundidad ya que una de las operaciones que se hacían con los “bolindres” consistía en intentar sacar, uno que estuviera dentro, a fuerza de darle con otro y, si éste era profundo, la operación era prácticamente imposible por mucha fuerza que tuvieras en los dedos para impulsar tu “proyectil”. Estos “guas”, si estaban cerca de las escuelas, también eran utilizados para orinar directamente en ellos, en los recreos, y de camino medir la cantidad de orina retenida. Era una verdadera “hombría”, ser capaz de llenar un “guá” profundo. ¡Qué cosas!.....
El juego se iniciaba haciendo la selección del orden de intervención, que se establecía arrojando el bolindre hacia el “gua” desde un punto determinado y midiendo después la distancia a que cada uno había quedado. El más próximo o que lograba entrar en dicho hoyo, era el primero en iniciar el juego. Las distancias para determinar el orden de intervención, se medían por medio de “cuartas”(distancia entre extremos de pulgar y meñique) y “dedos”.
El primero en intervenir, si no había entrado en el “gua”, tenía que entrar con su “bolindre” en el hoyo y desde allí estudiar la estrategia de su intervención. Se solía inclinar por el contrario más próximo o situado más favorablemente para, una vez marcada una cuarta desde el hoyo, dejar la mano izquierda (el que no era “gacho”) como soporte para el lanzamiento, generalmente con los dedos corazón y pulgar, de su bolindre contra el seleccionado al que había que golpear tres veces consecutivas, pronunciando las palabras reglamentarias: media, cuarta y pies, para después, desde el punto en que quedaba la bola del jugador, intentar “hacer gua”. Si lo conseguía, ganaba un bolindre al dueño de la bola que había sufrido los desplazamientos e iniciaba un nuevo juego contra el contrario más próximo, y así sucesivamente. Si fallaba en alguna de las operaciones descritas, automáticamente iniciaba el juego el segundo jugador en el orden establecido.
Cuando no se veían posibilidades de conseguir resultados positivos, se solía optar por alejar al contrario lo más posible del hoyo, mediante un fuerte impulso de la bola propia contra la del otro.
Las “trampillas” más comunes solían consistir en arrastrar disimuladamente la mano de apoyo o deslizar la muñeca hacia el objetivo, apoyando el antebrazo en vez de dicha muñeca. Esto se llamaba “alongar”.
Bueno; para terminar esta serie de juegos, aunque habría varios de menor importancia, no podría olvidarme de

EL PEON

Como casi todos los juegos a que me he referido en estos pequeños relatos de antaño, el peón (trompo) tenía sus épocas , mas bien debido al estado del suelo, ya que todas las calles del pueblo eran de tierra y, cuando empezaban las lluvias de otoño-invierno era difícil encontrar el sitio adecuado para practicarlos.
La procedencia de este juguete, aunque se podía encontrar en algunos comercios, solía ser de carácter artesanal, ya que la existencia de varios talleres de “aperaores” (los de “Los Lalos”, con “Tio Justo Peorro”, “Tio Randa” y “Tio Renegao” y el de “Tio Pedro El Sacristán”) nos proveían de la parte torneada de la madera a la que había que “hecharle la púa”, trabajo que había que encomendar a alguno de los varios herreros que había en el pueblo: “Tio Peña”, “Tio Bevo”, “Tio Serván” (Jacinto o Kiko) , “Tio Morato” o “Tio Linda”.
Aquellas “púas” que nos ponían los herreros, eran mucho mejores que las que traían los peones del comercio, porque daban unas “ñicas”(picotazos) mucho más profundas y, además, los peones no “escarabajeaban”y se quedaban”clisaitos” en la palma de la mano, cuando los cogíamos bailando del suelo.
Uno de los juegos con el peón consistía en intentar sacar de un círculo, previamente trazado en el suelo, las monedas de cobre de cinco o diez céntimos de peseta (“perra chica” y “perra gorda”) a base de darles “picadas”, o sea empujando la moneda con la “pua” del peón que, previamente se había recogido , entre los dedos de la mano, bailando sobre el suelo. La operación se repetía, una y otra vez, mientras el peón seguía bailando, pero casi ninguno aguantaba mas allá de los tres intentos pese a los enérgicos lanzamientos con que, el que más y el que menos, intentaba dar el máximo de revoluciones a su trompo.
Para hacer bailar al “peón”, había que enrollarle fuertemente con una cuerda a su alrededor, para, posteriormente lanzarlo al suelo con todas las fuerzas y habilidad de que uno era capaz.
Las mejores cuerdas que se vendían en los comercios, eran unos cordones blancos, de algodón, que las mujeres mayores utilizaban para los “coletillos” ( prenda precursora de los “sostenes”), pero al igual que casi todos los juguetes o sus accesorios, como ya he comentado, también las había de fabricación casera hechas con lino torcido, que por entonces se sembraba mucho, que prácticamente eran irrompibles.
Como dije antes, se utilizaban para el juego las monedas de cobre de cinco y diez céntimos, pero por entonces, el tener este “capital”, no estaba al alcance de cualquiera, había que recurrir a los “platillos” que eran las chapas de cierre de las botellas de gaseosa, a las que se les doblaba hacia dentro sus bordes, y que, en esta ocasión, procedían de la fábrica de “Tio Morralero”, que originariamente estuvo instalada en una casa-taberna en que luego hizo su casa Manolo Mariscal q.e.d. y luego se trasladó a la casa nueva que dicho fabricante-tabernero-pelador de burros y caballos, construyó en la “Plaza Vieja”. Le recuerdo con afecto por sus graciosas “ocurrencias”.


Otro juego que se hacía con el peón consistía en que , una vez lanzado al suelo para que bailara y recogido en la mano, bailando, el que menos tiempo resistía era castigado a quedarse en el suelo para que los demás lanzaran sus respectivos “peones” contra él, con la idea de clavarle la púa o, en todo caso, alejarle del punto de partida hacia la dirección determinada, bien haciéndole rodar mediante sucesivas “picadas” que se remataban con el “cosco” final (golpe que se daba lanzando el trompo bailando contra el que estaba castigado en el suelo).



Los “Aperaores”




Y ya que he mencionado a los talleres de “aperaores” en este relato, no puedo por menos que recordar a aquellos verdaderos artesanos de la madera en su labor diaria de fabricación de carros y carretas, así como todo tipo de “aperos de labranza”, de ahí su nombre.
Cuando tenía tiempo, uno de mis pasatiempos favoritos, era observar la certeza de sus golpes de hacha para moldear la madera, que luego era rematada con la azuela y la escofina o el cepillo.
Las “mazas” de los carros (soporte de las “cañoneras” que luego girarían alrededor del eje), eran verdaderas obras de arte porque, una vez torneadas en el rudimentario torno, accionado a pedal, tenían que hacerles los huecos simétricos, a su alrededor, para el alojamiento de los “rayos” o radios que, a su vez, se incrustaban en las piezas que conformaban la rueda de madera (“pinas”) que luego recubriría el aro metálico. ¡Ho el aro metálico!. Aquello si que era todo un espectáculo. Desde su conformación como tal aro, partiendo de una tira de hierro de unos dos centímetros de grosor por unos diez de ancho que los herreros iban dando forma, calentando pequeños tramos en aquellas fraguas de dos fuelles y golpeando (“machando”) y dirigiendo con su martillo el sincronismo de los “machos” que manejaban un par de ayudantes, con determinados repiqueteos sobre la “bigornia”.
Pero lo verdaderamente espectacular era ver como se acoplaba aquel pesadísimo aro metálico al armazón de madera.
La operación previa consistía en calentar el aro de hierro, para lo cual se colocaba sobre tres o cuatro piedras, a una altura de unos veinte centímetros del suelo, y se rodeaba toda la pieza metálica con “boñigas” de vaca secas, hasta taparla, y a continuación se prendía fuego a tan singular combustible, cuyo poder calorífico quedaba demostrado tras algunas (bastantes) horas de quemarse paulatinamente, hasta conseguir poner el hierro al rojo vivo. La vigilancia debía ser casi constante para ir reponiendo los huecos que se producían en zonas en que la materia prima, al estar más seca, se quemaba antes; pero el resultado final, era un aro enorme y pesado, dispuesto para acoplarse al armazón de madera que formaba la rueda, que, previamente, se había puesto sobre unos “burros” o soportes de madera.
El aro al rojo, se retiraba del fuego mediante unos largos “gatos” , que portaban cuatro operarios y lo situaban, con toda la precisión posible, sobre la rueda de madera, en la que lo dejaban caer, para, inmediatamente, empezar a apalancar, con dichos “gatos” de forma que fuese abrazando todo el contorno simultáneamente y cuando el ajuste se consideraba perfecto, en medio de la humareda, se procedía al enfriamiento del repetido aro metálico, por medio de “calderetas” de agua que había previstas. La contracción del metal, al enfriarse, hacía un ajuste casi perfecto que, posteriormente se refinaría por medio de azuelas y escofinas. ¡Todo un arte!.
Otro de los “aperos” que me gustaba ver hacer era el yugo de las vacas que, en la mayoría de los casos, eran verdaderas obras de arte, porque, aparte de sus dos arcos armoniosos de cada lado, los alojamientos de las “coyundas” y la “argolla” metálica destinada a soportar el “timón” de los arados, eran admirables los adornos que hacían en la madera, alrededor de las iniciales del propietario a que iba destinado.
Las “coyundas” eran larguísimas tiras de piel, de unos tres o cuatro centímetros de ancho, que servían para uncir las vacas o bueyes al yugo posado en el testuz; operación que requería fuerza y habilidad.
Los “dentales” eran otro de los artilugios de madera que servían para soportar la reja metálica de los arados que, formando conjunto con el “estebón” y las cuñas, iban alojados en las “camas” metálicas (las he conocido de madera) que, a su vez, iban unidas al “timón”. Pero todo esto terminó con el progreso que supuso la llegada de “las vertederas”.....

Nota:
Antes de que nadie proteste por el uso que hago de los “motes” o sobrenombres, pido perdón a quien se pueda sentir molesto; pero la verdad es que sin su uso, estos recuerdos no tendrían la emotividad que siento al escribirlos.
Pido perdón, una vez más, y espero que, al menos los de mi edad y próximos a ella revivan en su mente aquellos felices dias de nuestra niñez.

HAGO ESTE ENVÍO HOY DIA DE GUADALUPE, COMO CELEBRACION .


Firma en el libro de TorrecillasdelaTiesa.ORG

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